sábado, 27 de abril de 2013

Peumayen nos mira desde enfrente



Peumayen nos mira desde enfrente


Queda claro lo ingrato que es este mundo. Más que el mundo, las manos engrasadas que lo operan a su antojo, a su servicio, a su merced. La necesidad imperiosa de dominar a propios y ajenos bajo las instituciones del miedo, del dolor y la represión. Comunicadores de falacias, inundan viralmente las venas de trabajadores, empleados haciéndolos enfrentarse unos a otros, cuando ellos realmente deberían estar unidos frente a los grupos hegemónicos que dominan un país. Curiosamente, al mismo tiempo La Plata sufre las necesidades que siempre tuvo, que siempre contempló entre sus entrañas, cuando se construía un estadio innecesario con un objetivo más político que social.
 
De aquí viene, de aquí parte la genealogía Argentina que, década tras década, decora nuestros grises y húmedos, cuartos de tragedias, de mentiras, de banalidades de campañas amarillas cool. A salvo estamos, de perder la unidad pública y popular. De conocer más del cine, del ocio, de los estímulos que provocan la educación, el conocer más, el motor que hace funcionar a nuestra cabeza. De privatizar tus ideas, tus sueños de espacios de cultura para el menos beneficiado. En fin, una Argentina a oscuras vagando entre salones apagados, tropezando con bloques corporativos impulsados por el ideal económico de unos pocos. Una Argentina ahogada en su propio grito, atada de pies y manos frente al patrón de la ignorancia, del desconocimiento y estupidez. ¿Quién querría un pueblo molesto, informado capaz de dudar de los accionares de las, por decirlo así, personas que los representa?

Un idiota. Un corazón acechado en un corralito, una juventud marcada por 194 cicatrices con secuelas en el alma y un Once que nos golpea en la quijada para ver lo poco que importamos a uno u otro grupo. Lo solo que estamos. Lo único que tenemos. ¿Quién tiene tiempo para visitar una playa artificial entre medio de la Ciudad de Buenos Aires cuando el Sarmiento (Dios quiera que no) me abre la puerta y me invita a dejarme vencer?, a desechar la idea de que algún día todo esto va a cambiar y se nos hablará como personas y no como un número. No soy recomendable para nada. Para ningún sector ni persona que esté de acuerdo en encontrar niños en la calle o durmiendo en la puerta de un local de comidas rápidas. Que le sea indiferente nombres como Mariano Fereyra o Julio López, pero si conocidos el amorío de la revista de turno. No se trata de demonizar modelos o purificar realidades.

Se trata de Norberto, el panadero, y Julio, el vendedor de autos. Dos personas. Dos vidas. Dos vecinos. ¿En qué los convirtió los medios de comunicación para que se odiasen tanto? Para encontrar en el otro una bronca, un dolor tan grande, que no lo sentían antes de conocer el pensamiento político que tenía el otro. Oficialista u oposición, son personas, son vecinos, amigos. Sean de color amarillo, naranja o celeste y blanca, son todos iguales. Argentina, dulce país de soberbia y orgullo donde solo se mira al otro para ver quien la tiene más grande y no para saludarlo.

Me cuida la espalda del que quiera gobernarme el corazón

Me cuida la espalda del que quiera gobernarme el corazón


Me perdieron, me perdí. Me caí en la vacilación de no volver a encontrarte, asfixiado por la mano de la corrupción, del dinero, de la incredulidad del vil metal. Los escuché pidiendo justicia, envenenados por la inoperancia del funcionario de turno. Los escuché. Escuché a los ecos de la censura drenándose por los medios inoperantes gracias a los panelistas de la ignorancia y el oportunismo del morbo. Observé los guiños en tribunales, la cara más falsa del rock y como me quieren contar lo que jamás podré olvidar.
También recordé a un león pidiendo minuto y un matador estallando por la angustia, la agonía, la sed de justicia de más de veinte mil homenajeando a 194. Ojalá que pueda escribir en un futuro que sea imposible ver tocar a los Stones en Cemento, y no seguir contemplando a mi barrio, a mi vida, rehén de los barrotes.

El espertano equivocado



El espartano equivocado

“¿Buen día, como te va?”, me recibe, a gusto, Leónidas.  El humo caliente de la máquina de café, el sonido de pensamientos tan diferentes como extraordinarios, impresos en un papel caliente, enganchados con un filo arco de metal pequeño impuesto violentamente. Desde gaseosas, galletas, a carpetas, sanguches y resaltadores.  El joven, que desconozco su nombre tal vez por mi falta de interés o por su poca modulación para hablar, atiende mis pedidos en medio de nubes retóricas de distintas disciplinas entrelazándose entre sí en un lugar, hasta irónico por el nombre, poco convencional relacionado a la información que maneja.
                Lavalle y Riombamba es el lugar perfecto para sentir pasar a mi lado, las miles de historias que todavía no conozco.  Desde la humedad del techo hasta la frialdad del piso que me invitan a entrar en los metros en que está compuesto el local. ¿Quién podría decir que Leónidas sería un hombre de tez blanca, sobrepasado de su peso, de ojos claros y con un jopo corto que achicaría su rostro? Gracias a su buena memoria y a la recurrente demanda de los alumnos, reconoce a los autores cuando le preguntamos por ellos, pero en sí, no los conoce. Mientras abandono la tienda, con un tono elevado que retumba entre las cada vez más pequeñas paredes, escucho un “hasta luego” de Leónidas: una noción de hospitalidad, cordialidad, que no pudiera ser menos viniendo de semejante personaje.  Suficientemente potente para llegar al interior más inhóspito de cada mortal que se arrastraba sobre esa tierra, atacando a nuestra más dura soberbia con tal solo, la dulce y simple,  educación.