Peumayen nos mira desde enfrente
Queda claro lo
ingrato que es este mundo. Más que el mundo, las manos engrasadas que lo operan
a su antojo, a su servicio, a su merced. La necesidad imperiosa de dominar a
propios y ajenos bajo las instituciones del miedo, del dolor y la represión.
Comunicadores de falacias, inundan viralmente las venas de trabajadores,
empleados haciéndolos enfrentarse unos a otros, cuando ellos realmente deberían
estar unidos frente a los grupos hegemónicos que dominan un país. Curiosamente,
al mismo tiempo La Plata sufre las necesidades que siempre tuvo, que siempre
contempló entre sus entrañas, cuando se construía un estadio innecesario con un
objetivo más político que social.
De aquí viene, de aquí parte la genealogía Argentina que, década tras década, decora nuestros grises y húmedos, cuartos de tragedias, de mentiras, de banalidades de campañas amarillas cool. A salvo estamos, de perder la unidad pública y popular. De conocer más del cine, del ocio, de los estímulos que provocan la educación, el conocer más, el motor que hace funcionar a nuestra cabeza. De privatizar tus ideas, tus sueños de espacios de cultura para el menos beneficiado. En fin, una Argentina a oscuras vagando entre salones apagados, tropezando con bloques corporativos impulsados por el ideal económico de unos pocos. Una Argentina ahogada en su propio grito, atada de pies y manos frente al patrón de la ignorancia, del desconocimiento y estupidez. ¿Quién querría un pueblo molesto, informado capaz de dudar de los accionares de las, por decirlo así, personas que los representa?
Un idiota. Un corazón acechado en un corralito, una juventud marcada por 194 cicatrices con secuelas en el alma y un Once que nos golpea en la quijada para ver lo poco que importamos a uno u otro grupo. Lo solo que estamos. Lo único que tenemos. ¿Quién tiene tiempo para visitar una playa artificial entre medio de la Ciudad de Buenos Aires cuando el Sarmiento (Dios quiera que no) me abre la puerta y me invita a dejarme vencer?, a desechar la idea de que algún día todo esto va a cambiar y se nos hablará como personas y no como un número. No soy recomendable para nada. Para ningún sector ni persona que esté de acuerdo en encontrar niños en la calle o durmiendo en la puerta de un local de comidas rápidas. Que le sea indiferente nombres como Mariano Fereyra o Julio López, pero si conocidos el amorío de la revista de turno. No se trata de demonizar modelos o purificar realidades.
Se trata de Norberto, el panadero, y Julio, el vendedor de autos. Dos personas. Dos vidas. Dos vecinos. ¿En qué los convirtió los medios de comunicación para que se odiasen tanto? Para encontrar en el otro una bronca, un dolor tan grande, que no lo sentían antes de conocer el pensamiento político que tenía el otro. Oficialista u oposición, son personas, son vecinos, amigos. Sean de color amarillo, naranja o celeste y blanca, son todos iguales. Argentina, dulce país de soberbia y orgullo donde solo se mira al otro para ver quien la tiene más grande y no para saludarlo.
De aquí viene, de aquí parte la genealogía Argentina que, década tras década, decora nuestros grises y húmedos, cuartos de tragedias, de mentiras, de banalidades de campañas amarillas cool. A salvo estamos, de perder la unidad pública y popular. De conocer más del cine, del ocio, de los estímulos que provocan la educación, el conocer más, el motor que hace funcionar a nuestra cabeza. De privatizar tus ideas, tus sueños de espacios de cultura para el menos beneficiado. En fin, una Argentina a oscuras vagando entre salones apagados, tropezando con bloques corporativos impulsados por el ideal económico de unos pocos. Una Argentina ahogada en su propio grito, atada de pies y manos frente al patrón de la ignorancia, del desconocimiento y estupidez. ¿Quién querría un pueblo molesto, informado capaz de dudar de los accionares de las, por decirlo así, personas que los representa?
Un idiota. Un corazón acechado en un corralito, una juventud marcada por 194 cicatrices con secuelas en el alma y un Once que nos golpea en la quijada para ver lo poco que importamos a uno u otro grupo. Lo solo que estamos. Lo único que tenemos. ¿Quién tiene tiempo para visitar una playa artificial entre medio de la Ciudad de Buenos Aires cuando el Sarmiento (Dios quiera que no) me abre la puerta y me invita a dejarme vencer?, a desechar la idea de que algún día todo esto va a cambiar y se nos hablará como personas y no como un número. No soy recomendable para nada. Para ningún sector ni persona que esté de acuerdo en encontrar niños en la calle o durmiendo en la puerta de un local de comidas rápidas. Que le sea indiferente nombres como Mariano Fereyra o Julio López, pero si conocidos el amorío de la revista de turno. No se trata de demonizar modelos o purificar realidades.
Se trata de Norberto, el panadero, y Julio, el vendedor de autos. Dos personas. Dos vidas. Dos vecinos. ¿En qué los convirtió los medios de comunicación para que se odiasen tanto? Para encontrar en el otro una bronca, un dolor tan grande, que no lo sentían antes de conocer el pensamiento político que tenía el otro. Oficialista u oposición, son personas, son vecinos, amigos. Sean de color amarillo, naranja o celeste y blanca, son todos iguales. Argentina, dulce país de soberbia y orgullo donde solo se mira al otro para ver quien la tiene más grande y no para saludarlo.