Crónica de sueños incompletos
Intrépido, me
decían. Martín “el intrépido” Suárez, cabalgando entre montañas de inseguridad,
enfrentándose a generales de múltiples
hogares con un solo propósito, impulsado por la valentía que emergía de su
pecho. Así me tildaban algunos colegas, me etiquetaban en las hazañas
mitológicas que relataban a los medios de comunicación. Me hacían llamar el
Héroe de clase media de John Lennon, les hacían creer que conmigo estarían
seguros, con la astucia e inteligencia de Sherlock Holmes como también el
pensamiento avasallador y penetrante de
Roldofo Walsh. No soy un ejemplo para
nadie, ni un símbolo como quieren que sea. Los amigos del campeón no dejan que
pueda caminar con tranquilidad, me invitan a recluirme en las entrañas de mi
dolor, de mi ausencia. No soy un héroe, no busco la justicia para nadie, más
que para mí mismo. Algunos dicen que
lucho por la inseguridad que vivió mi lugar de procedencia desde niño, mi
barrio. Otros, el espíritu amateur y radical que mi madre me invocó, con
figuras que valían su justicia desde el libre pensamiento, la igualdad, la
oportunidad para soñar mundos mejores sin servicios entregados por correo e
impuestos, dominados por un sistema perverso que se rige a base de miedo y
terror, confabulado con el capitalismo imperioso impuesto por los Estados
Unidos de Norteamérica y el G8. Algunos,
dudan. Siempre deberían dudar. De que existe alguien así, de no conformarse con
slogan baratos, canales de televisión que educan la ignorancia desde el primer
grado matando una a una, a nuestra cultura. Duden, de que el mundo es tan
horrible y maravilloso como nos cuentan en las radios, en la caja maldita y en
internet. En esta, como cualquier
guerra, no existen perdedores y ganadores, lo único que existe son las víctimas.
El futuro está en peligro, en mano de un puñado de hombres que controlan mi
vida y la tuya, la de ella y la de aquel, en base a números, a la ilimitada
ambición y ansía de poder que puede llegar a tener un hombre.
Mientras Buenos
Aires se inunda de políticos corruptos producido por el marketing laborioso de
la imagen y no por el de la veracidad, son ellas los que limpian nuestras
casas, liberan nuestro ambiente de esa bacteria putrefacta, de ese veneno que
nos obligaron a beber hace más de 25 años. Ellas, como emblemas de paz, de
justicia, de convicción, nos dan 106 razones para creer. Nunca soñé que sería
esto, siempre me enfunde que cumpliría el sueño de mi madre, la promesa que
sellamos mirándonos a los ojos, diciéndonos cada palabra, cada razón, cada
manera, sin decir una sola palabra.
Culpable, me
declaro culpable. No pude cambiar este mundo tan inmerso en odio, en
discriminación, escaso de valores, de amores, de sinceridad. Carente de
posibilidades…no de triunfos y derrotas. ¿Quién es alguien para declarar un
triunfo o una derrota sobre algo? Ni posibilidades, ni la capacidad de elegir
ya tenemos. Perdóname madre, por seguir un ideal. Por creer en mundos mejores,
en pobres ricos de trabajo y estudio, en una mujer que tome mi mano, cuando ya no
pueda caminar. El mundo que soñamos hoy nos ha dejado caer, el camino que
siempre pensamos que transitaríamos ya no es más que una calle sin salida, sin
nada de trasfondo, sin lugar para
seguir. Hoy, Buenos Aires muere un poco más, poco a poco, gota a gota,
encerrándose en su propia oscuridad. Ya
no hay cerveza que aguante, ni bar que pueda cerrar las cortinas frente a mi
alma desdicha. Quebrado, me parto en dos. Salgo del viejo bodegón del que todos
los días sueño que, al salir, encuentre una nueva ciudad. Zapatillas entre los
cables ahorcan mi garganta, no dejándome tragar una realidad que día a día me
golpea en la cara.
Saliendo de la
biblioteca que acaricia mi alma cada vez que estoy en ella, por la calle
Pizzurno recibo esos llamados que siempre espero que no lleguen, aunque sé que
lo harán de igual manera.
Rápido, corro
mentalizado que tengo que evitar lo que pueda llegar a ocurrir. Doblo a la
esquina, cruzo el semáforo en verde haciendo detener a los conductores mientras
me insultan y les devuelvo el saludo. Si mis cálculos no son erróneos, como
casi siempre pasa, me toparé directamente con él. Lo golpeo, corriendo con una
desesperación que evapora cada muestra de evidencia que algo malo está mal. Lo
golpeo concentrando todo el peso de mi cuerpo y mi impulso en mi brazo y mano
izquierda, hundiéndola en la boca del estomago con ira, con un enojo irracional
de la mano de un dolor inmenso. Me
duele, me lastima mi odio mismo, el hecho de detestar a una persona que ni
siquiera conozco, responsabilizándola por lo que la sociedad creó en él, ejemplificándolo de lo que el país
refleja. Sin ninguna oportunidad, sin poder llegar a ser diferente, a ser
potenciado, a que pueda llegar a creer. Lo señalan con el dedo, le enseñaron
que nunca podrá ser, le inyectaron el desamor, la brutalidad. Le quitaron el privilegio de imaginar, de
soñar. Lo hacen culpable de haber nacido en una sociedad a que a nadie él le
importa, sin posibilidades, sin ninguna manera de poder elegir, de darle a
entender que una vida no vale un par de zapatillas. Nadie nace delincuente,
nadie elige ser ignorante. Al verlo caer, veo caer a miles de chicos
argentinos, sin sueños, sin inocencia, sin superhéroes con capas y mascaras
volando de aquí para allá. Una parte de mí también cae, también fue golpeada
con ese movimiento, también muere día a día. Trató de razonar con él, pero sus
pupilas se dilatan. Sus parpados están perdidos, pidiendo gritos de auxilio
para que lo salven. Ya no está conmigo, tal vez esté jugando con el 10 del
Barcelona del que lleva su camiseta puesta. Esta perdido, el paco consumió sus
heridas y las abrió al mismo tiempo, en el mismo momento. Trató que me vuelva la mirada, que reconozca
otros ojos que estén por fuera de su disforia. Me ahogan, no me dejan respirar,
las putas zapatillas son piedras en las mías. Otra vez el diablo mete la
cola y me enfurece. Me hace odiarte
Buenos Aires, una vez más.
No puedo, no
puedo resistirlo más madre, no puedo. No puedo controlar en que nos hemos
convertido, en que me he convertido. Ya no me duele, me arde el cuerpo, me arde
el pecho. Incontrolable, apacible llegó
para quedarse en mí de una vez por todas.
Ya ha pasado el tiempo para mí, ya pasó mi fecha de vencimiento, ya he
caducado. Perdóname madre, te fallé. Ya
cayó babilonia, ya cayeron muros, yo ya caí. Lo intenté madre, juro que lo
intenté. Di lo mejor de mí, de mi alma cansada. Con lágrimas en los ojos quiero
volverte a abrazar, a sentirme cuidado, a sentirme que este mundo puede volver
a cambiar. Desarreglado, listo para
partir, camino despacio por las veredas que nunca pude limpiar. Pisando el
pavimento sobre las sendas peatonales, con el semáforo en verde, veo pasar
historias, películas que se escribieron sobre mis historias, mi mundo perfecto
pero con sangre en las manos, pero estoy cada vez más cerca de ti mamá. Te veo,
quiero tomar tu mano y no volver jamás, ya cumplí mi destino y mi misión en
este lugar. Cada vez más fuerte, más aterrador y dulce suenan las bocinas que
aparecen cada vez más cerca en mi costado. No hace falta que miré, ya los oigo
llegar, ya me reuniré contigo, en solo unos instantes. Te escucho. Espera. Te
escucho. Abro los ojos al escuchar a media cuadra de distancia detrás mío, tu
voz. Nítida, tuya, única, mamá. Saltó con una fuerza inexplicable sobre la vereda
y siento que algo me tira de los brazos, esquivando un auto color rojo y con
llamas en sus puertas. Me levanto, busco entre los retratos de la gente tu voz
cuando algo me llama la atención. Corro desesperado y logró tirarme encima de
él, antes que te ensucie con sus manos. Forcejeo sobre el piso contra todos los
demonios que nunca imaginé que existían, de los peores que podrían dominar la
esencia de un hombre, si todavía tengo y tiene la decencia de llamarse así.
Logro golpearlo con mi mano izquierda cuando sigo recibiendo golpes, pero no
puedo rendirme. Lo terminó de noquear cuando siento un vil metal sobre mi
abdomen, se me paraliza el cuerpo, el pecho. No duele, mientras caigo sobre mis
rodillas y la sangre me mancha la boca de mortalidad. El invierno sacó su
revólver y me encaño las costillas, pero ya nada importa. Su mirada vale 25
primaveras, alumbra mis ojos con un hermoso destello blanco, con su ingenuidad,
con su ternura. Llorando, temblando, me abraza con sus débiles y chicos brazos.
Soy su héroe,
mamá.