miércoles, 15 de agosto de 2012

Crónicas de sueños incompletos SI


Crónica de sueños incompletos
Intrépido, me decían. Martín “el intrépido” Suárez, cabalgando entre montañas de inseguridad, enfrentándose  a generales de múltiples hogares con un solo propósito, impulsado por la valentía que emergía de su pecho. Así me tildaban algunos colegas, me etiquetaban en las hazañas mitológicas que relataban a los medios de comunicación. Me hacían llamar el Héroe de clase media de John Lennon, les hacían creer que conmigo estarían seguros, con la astucia e inteligencia de Sherlock Holmes como también el pensamiento avasallador  y penetrante de Roldofo Walsh.  No soy un ejemplo para nadie, ni un símbolo como quieren que sea. Los amigos del campeón no dejan que pueda caminar con tranquilidad, me invitan a recluirme en las entrañas de mi dolor, de mi ausencia. No soy un héroe, no busco la justicia para nadie, más que para mí mismo.  Algunos dicen que lucho por la inseguridad que vivió mi lugar de procedencia desde niño, mi barrio. Otros, el espíritu amateur y radical que mi madre me invocó, con figuras que valían su justicia desde el libre pensamiento, la igualdad, la oportunidad para soñar mundos mejores sin servicios entregados por correo e impuestos, dominados por un sistema perverso que se rige a base de miedo y terror, confabulado con el capitalismo imperioso impuesto por los Estados Unidos de Norteamérica y el G8.  Algunos, dudan. Siempre deberían dudar. De que existe alguien así, de no conformarse con slogan baratos, canales de televisión que educan la ignorancia desde el primer grado matando una a una, a nuestra cultura. Duden, de que el mundo es tan horrible y maravilloso como nos cuentan en las radios, en la caja maldita y en internet.  En esta, como cualquier guerra, no existen perdedores y ganadores, lo único que existe son las víctimas. El futuro está en peligro, en mano de un puñado de hombres que controlan mi vida y la tuya, la de ella y la de aquel, en base a números, a la ilimitada ambición y ansía de poder que puede llegar a tener un hombre.
Mientras Buenos Aires se inunda de políticos corruptos producido por el marketing laborioso de la imagen y no por el de la veracidad, son ellas los que limpian nuestras casas, liberan nuestro ambiente de esa bacteria putrefacta, de ese veneno que nos obligaron a beber hace más de 25 años. Ellas, como emblemas de paz, de justicia, de convicción, nos dan 106 razones para creer. Nunca soñé que sería esto, siempre me enfunde que cumpliría el sueño de mi madre, la promesa que sellamos mirándonos a los ojos, diciéndonos cada palabra, cada razón, cada manera, sin decir una sola palabra.
Culpable, me declaro culpable. No pude cambiar este mundo tan inmerso en odio, en discriminación, escaso de valores, de amores, de sinceridad. Carente de posibilidades…no de triunfos y derrotas. ¿Quién es alguien para declarar un triunfo o una derrota sobre algo? Ni posibilidades, ni la capacidad de elegir ya tenemos. Perdóname madre, por seguir un ideal. Por creer en mundos mejores, en pobres ricos de trabajo y estudio, en una mujer que tome mi mano, cuando ya no pueda caminar. El mundo que soñamos hoy nos ha dejado caer, el camino que siempre pensamos que transitaríamos ya no es más que una calle sin salida, sin nada de trasfondo,  sin lugar para seguir. Hoy, Buenos Aires muere un poco más, poco a poco, gota a gota, encerrándose en su propia oscuridad.  Ya no hay cerveza que aguante, ni bar que pueda cerrar las cortinas frente a mi alma desdicha. Quebrado, me parto en dos. Salgo del viejo bodegón del que todos los días sueño que, al salir, encuentre una nueva ciudad. Zapatillas entre los cables ahorcan mi garganta, no dejándome tragar una realidad que día a día me golpea en la cara.
Saliendo de la biblioteca que acaricia mi alma cada vez que estoy en ella, por la calle Pizzurno recibo esos llamados que siempre espero que no lleguen, aunque sé que lo harán de igual manera.
Rápido, corro mentalizado que tengo que evitar lo que pueda llegar a ocurrir. Doblo a la esquina, cruzo el semáforo en verde haciendo detener a los conductores mientras me insultan y les devuelvo el saludo. Si mis cálculos no son erróneos, como casi siempre pasa, me toparé directamente con él. Lo golpeo, corriendo con una desesperación que evapora cada muestra de evidencia que algo malo está mal. Lo golpeo concentrando todo el peso de mi cuerpo y mi impulso en mi brazo y mano izquierda, hundiéndola en la boca del estomago con ira, con un enojo irracional de la mano de un dolor inmenso.  Me duele, me lastima mi odio mismo, el hecho de detestar a una persona que ni siquiera conozco, responsabilizándola por lo que la sociedad creó  en él, ejemplificándolo de lo que el país refleja. Sin ninguna oportunidad, sin poder llegar a ser diferente, a ser potenciado, a que pueda llegar a creer. Lo señalan con el dedo, le enseñaron que nunca podrá ser, le inyectaron el desamor, la brutalidad.  Le quitaron el privilegio de imaginar, de soñar. Lo hacen culpable de haber nacido en una sociedad a que a nadie él le importa, sin posibilidades, sin ninguna manera de poder elegir, de darle a entender que una vida no vale un par de zapatillas. Nadie nace delincuente, nadie elige ser ignorante. Al verlo caer, veo caer a miles de chicos argentinos, sin sueños, sin inocencia, sin superhéroes con capas y mascaras volando de aquí para allá. Una parte de mí también cae, también fue golpeada con ese movimiento, también muere día a día. Trató de razonar con él, pero sus pupilas se dilatan. Sus parpados están perdidos, pidiendo gritos de auxilio para que lo salven. Ya no está conmigo, tal vez esté jugando con el 10 del Barcelona del que lleva su camiseta puesta. Esta perdido, el paco consumió sus heridas y las abrió al mismo tiempo, en el mismo momento.  Trató que me vuelva la mirada, que reconozca otros ojos que estén por fuera de su disforia. Me ahogan, no me dejan respirar, las putas zapatillas son piedras en las mías. Otra vez el diablo mete la cola  y me enfurece. Me hace odiarte Buenos Aires, una vez más.
No puedo, no puedo resistirlo más madre, no puedo. No puedo controlar en que nos hemos convertido, en que me he convertido. Ya no me duele, me arde el cuerpo, me arde el pecho. Incontrolable,  apacible llegó para quedarse en mí de una vez por todas.  Ya ha pasado el tiempo para mí, ya pasó mi fecha de vencimiento, ya he caducado. Perdóname madre,  te fallé. Ya cayó babilonia, ya cayeron muros, yo ya caí. Lo intenté madre, juro que lo intenté. Di lo mejor de mí, de mi alma cansada. Con lágrimas en los ojos quiero volverte a abrazar, a sentirme cuidado, a sentirme que este mundo puede volver a cambiar.  Desarreglado, listo para partir, camino despacio por las veredas que nunca pude limpiar. Pisando el pavimento sobre las sendas peatonales, con el semáforo en verde, veo pasar historias, películas que se escribieron sobre mis historias, mi mundo perfecto pero con sangre en las manos, pero estoy cada vez más cerca de ti mamá. Te veo, quiero tomar tu mano y no volver jamás, ya cumplí mi destino y mi misión en este lugar. Cada vez más fuerte, más aterrador y dulce suenan las bocinas que aparecen cada vez más cerca en mi costado. No hace falta que miré, ya los oigo llegar, ya me reuniré contigo, en solo unos instantes. Te escucho. Espera. Te escucho. Abro los ojos al escuchar a media cuadra de distancia detrás mío, tu voz. Nítida, tuya, única, mamá. Saltó con una fuerza inexplicable sobre la vereda y siento que algo me tira de los brazos, esquivando un auto color rojo y con llamas en sus puertas. Me levanto, busco entre los retratos de la gente tu voz cuando algo me llama la atención. Corro desesperado y logró tirarme encima de él, antes que te ensucie con sus manos. Forcejeo sobre el piso contra todos los demonios que nunca imaginé que existían, de los peores que podrían dominar la esencia de un hombre, si todavía tengo y tiene la decencia de llamarse así. Logro golpearlo con mi mano izquierda cuando sigo recibiendo golpes, pero no puedo rendirme. Lo terminó de noquear cuando siento un vil metal sobre mi abdomen, se me paraliza el cuerpo, el pecho. No duele, mientras caigo sobre mis rodillas y la sangre me mancha la boca de mortalidad. El invierno sacó su revólver y me encaño las costillas, pero ya nada importa. Su mirada vale 25 primaveras, alumbra mis ojos con un hermoso destello blanco, con su ingenuidad, con su ternura. Llorando, temblando, me abraza con sus débiles y chicos brazos.
Soy su héroe, mamá.


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