Generación. Parte I
Nadie llamó a su puerta cuando se enteraron lo que había ocurrido. Benjamín no fue el primero de la lista ni tampoco el último, ya que su nombre inspiraba una total indiferencia frente a los demás. Como era recurrente
en su hábitat se encontraban porciones de muzzarella deambulando entre la alfombra y la mesa, varios envases de cerveza por los estantes de la cocina y en el piso del living, al compás de "Como soñándote, a mar abierta, con la tormenta y frió en mi voz..." bajo el socarrón de Norberto Napolitano en su celular. Cuando pensaba en esos grandes personajes, llenos de varonilidad, de voz desgarradora, seca e imponente que haría sudar a cualquier ser, los odiaba por no comprender como podían ahogarse en whisky. ¿Whisky? Sí. Tal vez esos héroes de épocas pasadas eran de otra madera, de urgencias más nobles o orgullos no tan contaminados. La representación del siglo XXI sobre aquellos hombres urgía en un espécimen descarrilado, bajo en el autoestima que delimita la moral y ética cuando la justicia decidió no formar parte en esta reunión.
Dentro de lo que llamaríamos hogar para Benjamín, desfila el desorden, comida de días pasados, paquetes de cigarillos y otra vez, varias botellas de cerveza. A lo que más odia Benjamín en todo su hogar, y también en las mañanas es a Francisca. Ella es la persona que le recuerda lo poco que vale su vida, su dolor y su inmediata sensación de fracaso por volver a despertar. Francisca desenfunda sus cañones y no teme en disparar exactamente a las 6.30 de la mañana todos los días, sin domingos ni feriados como excepción a los sueños de Benjamín. Dice que los vampiros son su familia más cercana, al comenzar su día en la oscuridad y culminar con ella. Apenas 20 minutos le alcanzan y sobran a Benjamín para partir a la parada del 166 para reunirse con sus viejos amigos que lo acompañan hace más de 15 años a su trabajo. Más de 2 horas de viajes pierde en el traslado de su departamento al trabajo, ¿cuanto tiempo sería ese en toda una vida? Cuidado, él no viaja solo. A su lado, las miserias, la muerte y los demonios nunca lo abandonan. Como uno más de los millones de argentinos que abandonan el calor de su hogar, de los brazos de su mujer e hijos, Benjamín toma el subte asfixiado por la crisis que golpea al país. Allí la recuerda, allí la vuelve a perder. Iluminado por la voz de Márquez en su cabeza, pone color a sus mañanas leyendo. Algunas veces, me cuenta, cree pasarse de la bajada para poder encontrarse con ella. Entre cortes de luz de menos de un segundo y un parpadeo, cree verla una vez más, entre la mirada de la gente que no deja de apartarlo de lo que piensa es su destino. Vacio, incompleto, Gael le recuerda que debe seguir sobreviviendo. Nunca le pareció que sea tan, tan largo, Palermo de Catedral.
Al paso de lo que Buenos Aires devora a la ingenuidad, entre sus pensamientos sondan los titulares que lo medios de comunicación televisivos venden con el fallecimiento de la persona de turno, un padre que violó y asesinó a sus hijos, un criminal que mató a una persona a trompadas solo por mirarlo mal y que nuevo jugador de fútbol salió a tal boliche. Le aborrecen esas noticias. Le repugna en que se transformado lo que en algún momento lo enamoró. Cada vez confía más en sus canciones que en las personas y en el dinero. Benjamín no comprende como las personas escuchan a individuos con ideales verdes sin escudos ni banderas, utilizando la ignorancia y el odio como instrumento para llegar a ellos. Benjamín es de la generación-nexo, la siguiente entre la dominada por militares y la engorrosa 90' menemista. La que llega después de un vacío existencial por la actividad y el terrorismo de individuos que borró de circulación todos los sueño de los jóvenes. La década de los pibes de barrios sin salidas en una nación vaciada por la privatización y los dólares oligarcas. Los años en los que el rock marginal fluyó gracias a los canales del boca en boca y la discriminación clasicista. Él creía en un Dios redondo y nada más, hasta que un candado con leyendas de corrupción en su silueta dibujaba 194 maneras de perderse en sí mismo otra vez. Benjamín es de la generación de la cerveza y la droga barata, y amigos pintados en los paredones de las plazas. Benjamín hoy camina con golpes que la vida no supo advertirle, arrastrándolos en cada paso, decisión y fracaso. Quizás no fue la costumbre de amarla, de protegerla, lo que hizo que esto pasara. Frágil como un cristal, se rajó en el centro cuando se le escurrió entre sus dedos, entre sus pequeños y cuidados dedos con detalles de francesita.
Saltos de pintura, persianas bajo la misma suerte y una pequeña ventana, llega al 1448 en el final de la calle. Ahorrándose una excusa más para no comenzar con su rutina habitual, extrae de su saco un pequeño paquete de cigarrillos algo entrujados por el apuro del subte y la extrañeza que envuelve a su figura. Benjamín sabe que en el teléfono sonará lo de siempre: una mujer adinera que sospecha de las andanzas de su marido, una desaparición provocada por el alcohol, un drogadicto padeciente entre otras cosas. Benjamín realmente sabe porqué espera allí a esa hora y en ese lugar especialmente. La recuerda, la espera, aunque ella nunca aparecerá.