El espartano equivocado
“¿Buen día, como te va?”, me recibe, a
gusto, Leónidas. El humo caliente de la
máquina de café, el sonido de pensamientos tan diferentes como extraordinarios,
impresos en un papel caliente, enganchados con un filo arco de metal pequeño
impuesto violentamente. Desde gaseosas, galletas, a carpetas, sanguches y
resaltadores. El joven, que desconozco
su nombre tal vez por mi falta de interés o por su poca modulación para hablar,
atiende mis pedidos en medio de nubes retóricas de distintas disciplinas
entrelazándose entre sí en un lugar, hasta irónico por el nombre, poco
convencional relacionado a la información que maneja.
Lavalle y Riombamba es el lugar
perfecto para sentir pasar a mi lado, las miles de historias que todavía no
conozco. Desde la humedad del techo
hasta la frialdad del piso que me invitan a entrar en los metros en que está
compuesto el local. ¿Quién podría decir que Leónidas sería un hombre de tez
blanca, sobrepasado de su peso, de ojos claros y con un jopo corto que
achicaría su rostro? Gracias a su buena memoria y a la recurrente demanda de
los alumnos, reconoce a los autores cuando le preguntamos por ellos, pero en
sí, no los conoce. Mientras abandono la tienda, con un tono elevado que retumba
entre las cada vez más pequeñas paredes, escucho un “hasta luego” de Leónidas: una noción de hospitalidad, cordialidad,
que no pudiera ser menos viniendo de semejante personaje. Suficientemente potente para llegar al
interior más inhóspito de cada mortal que se arrastraba sobre esa tierra,
atacando a nuestra más dura soberbia con tal solo, la dulce y simple, educación.
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